No sabemos qué hay detrás, pero podemos darnos el gusto de llenarlo de pintadas. Blog sobre Ciencia, Tecnología y Política que, como luz y materia tras el Muro, son casi la misma cosa.
> Proyecto 2030: la novela on-line <
Hay que abandonar la Estación Espacial Internacional. Pero algo no va a salir bien…
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Finalmente, mi última novela ya está publicada y llegando a los amigos que se apuntaron a la “edición limitada”. Ahora tocará promocionar, distribuir en la medida de lo posible, presentar e intercambiar opiniones y críticas.
Pero ya ha visto la luz. Trilogía terminada. Así que solo me queda dar las gracias a todos aquellos que lo han hecho posible. Un gran abrazo.
El próximo lunes 16 de septiembre comienza la aventura de publicar la tercera parte de la trilogía del Manuscrito Voynich y la Astronomía. Se trata de El Palacio de Urania, que va precedido de una campaña de crowdfunding de 40 días para financiar la edición. Abierta a partir del ya citado lunes 16 de septiembre. ¡No falles!
Sinopsis:VanderMeer ambienta su novela en un futuro indeterminado donde relata, en primera persona, lo que le ocurre a la protagonista, una bióloga con nombre desconocido, que lidera un grupo de cuatro científicas formado por una antropóloga, una topógrafa, una psicóloga y ella misma. Se trata de la Expedición Número 12 que la agencia Southern Reach envía a una peligrosa y gran zona, sellada con muros de contención, protegida y deshabitada conocida como Área X, donde la naturaleza se ha desbordado y, a la vez, donde no se aplican las leyes de la física como en el resto de la Tierra. Todas las demás expediciones han vuelto sin resultados fructuosos, en cambio, sí han vuelto con un estado físico y psicológico muy alterado, como si no fueran los mismos.
Aniquilación es la primera de una serie de novelas que conforman la trilogía llamada "Southern Reach" del mencionado autor estadounidense Jeff VanderMeer. Este libro obtuvo el Premio Nébula a la mejor novela de 2014. Con esta premisa, y la recomendación entusiasta de un buen amigo experto en ciencia ficción en general, y en fantasía oscura en particular, me surmergí en su lectura.
Ciertamente el libro no defrauda, pero en mi opinión el relato va de más a menos, para perderse en un final que, nuevamente y según mi criterio, no tiene ni pies ni cabeza. Y eso que, supuestamente, es lo mejor del libro a juicio de los muchos que lo han leído. La descripción del Área X en un futuro oscuro y atemporal, los personajes de la expedición -todos femeninos, con la narración en primera persona de la llamada bióloga-, los extraños sucesos que acaecen... son interesantes sin resultar apasionantes. Hay evidentes lagunas en la novela, o eso creo, como la ausencia de cualquier tecnología moderna -los personajes apuntan cosas en libretas, usan rifles antiguos y no se comunican en forma alguna con el exterior, por ejemplo-, o las similitudes con otros relatos de parecido corte, mucho más imaginativos y mejor resueltos. No puedo sino recordar aquí el maravilloso relato de H. P. Lovecraft "En las montañas de la locura", donde una expedición pareja por tierras antárticas se enfrenta igualemente a extrañas entidades biológicas completamente desconocidas por la civilización. Y, en cuanto al final, quien haya leído o visto (o ambas cosas) la inigualable "2001" de Arthur C. Clarke, se quedará francamente decepcionado con esta "Aniquilación".
Sin embargo, como los guionistas de Hollywood no parecen estar sobrados de buenas y originales ideas, o bien el argumento da para un buen número de previsibles efectos especiales espectaculares -lo que prima ahora-, la película no se ha hecho esperar y se estranará este mes de febrero de 2018 (si es que no lo ha hecho ya), con un elenco de actores de primera fila. Protagonizada por Natalie Portman (Jackie), Jennifer Jason Leigh (Los odiosos ocho), Tessa Thompson (Westworld) y Gina Rodriguez (Marea negra) a quienes se unirá Oscar Isaac en su segunda colaboración con el director Alex Garland. Según sus promotores, incluso el propio Jeff VanderMeer, el final supera incluso al de la propia novela, resultando (sic) impactante y espeluznante.
Pues mucho tendrán que haber hecho los potentes procesadores gráficos de Hollywood para meter en vereda al alien -o lo que sea- que trae de cabeza a las expediciones sin retorno al Área X. Si quieren un anticipo, dénse un paseo porel trailer en youtube:
Resumiendo, una novela que hace pasar el rato pero que cumple con la manida frase de "me esperaré a ver la película". En lo que a mí respecta, no creo que afronte el resto de la trilogía. Con todo mi respeto para el jurado de los prestigiosos premios Nebula.
Ya tenemos la esperada segunda novela de Andy Weir: Artemisa.
Y es (muy) buena pero... no es El Marciano.
Andy Weir lo tenía complicado. Mucho. Después del éxito arrollador de su primera novela, de su convincente adaptación al cine, el listón estaba muy alto. Para este salto, Weir toma los ingredientes que domina y los mezcla de nuevo. Hay que luchar por la supervivencia, pero esta vez no en Marte, sino en la Luna. Para ello elabora una receta similar que, aunque engancha y resulta muy entretenida, no termina de funcionar.
Pero eso no quita para que Artemisa sea una gran y envidiable novela.
El argumento es interesante (sin spoilers, espero). Como en El Marciano, todo gira en torno al protagonista, en este caso un personaje femenino que narra su historia en primera persona: Jazz (Jashmine). Una selenita que se las sabe todas para salir de cualquier apuro que se le presente, por complejo que sea. Una chica lista. Su perfil tiene algunas lagunas, pero previsiblemente en el cine (sí, ya se está pensando en el filme) serán virtudes: hija de un estricto musulmán emigrado a la Luna, Jazz es independiente, inteligente, sensible y muy, muy valiente. Bien, pero pensamos mucho en Hollywood, Andy.
Artemisa es la pequeña y única ciudad lunar donde se desarrolla la novela. Sus habitantes viven en complejos edificios esféricos de aluminio, el valioso metal que, junto con el turismo, mantiene la economía lunar. Las descripciones de Artemisa, de cómo funciona, son prolijas y creíbles, tanto como lo eran las descripciones que contenía El Marciano. En esta ocasión la protagonista no se enfrenta a la soledad (sí lo hará a la supervivencia porque le pasa de todo), sino a una compleja trama de intereses económicos que amenaza con cambiar la vida de Artemisa. Aquí es donde, en mi opinión, Weir pierde algo de realismo y depepciona ligeramente. Toda la imaginación que desborda página tras página parece quedarse corta para dar con un motivo claro de la conspiración que, cómo no, desmantelará Jazz.
Artemisa es una novela de ficción "hard", con descripción técnicas y científicas bien llevadas y mejor contadas. Tal vez en exceso algunas (si no has hecho nunca un curso de soldadura, serás un experto al terminar el libro), pero que no cansa en absoluto. Como decía, llegar a la excelencia de El Marciano era casi imposible, pero Artemisa es un buen intento. Personalmente, en algunos momentos su personaje protagonista me ha traído a la cabeza a Bruna Husky, la inteligente y ágil androide replicante protagonista de las novelas de Rosa Montero (El peso del corazón, Lágrimas en la lluvia). Y es que ambas "detectives" tienen bastante en común en sus perfiles, aunque obviamente no tengan nada que ver sus autores.
Termino ya. No es mala lectura para un puente o para Navidades, pero seguro que mucha gente se esperará para ver la película.
CIXIN LIU. Editorial NOVA 2016 (Original: "3 cuerpos", 2006)
De la editorial:
Este libro ofrece la posibilidad única de acercarse al fenómeno editorial chino que ha conquistado el mundo y ha ganado el premio Hugo 2015 a la mejor novela, siendo la primera vez que una obra no escrita originariamente en inglés merece tal reconocimiento. Su autor, Cixin Liu, es el escritor de ciencia ficción más relevante en China, capaz de vender más de un millón de ejemplares en su país y convencer a prescriptores de la talla de Barack Obama, quien seleccionó El problema de los tres cuerpos como una de sus lecturas navideñas de 2015, y Mark Zuckerberg, que lo convirtió en la primera novela de su club de lectura. Ahora el público y la crítica de los cinco continentes se rinden a esta obra maestra, enormemente visionaria, sobre el papel de la ciencia en nuestras sociedades, que nos ayuda a comprender el pasado y el futuro de China, pero también, leída en clave geopolítica, del mundo en que vivimos...
Con esta introducción, era difícil resistirse a la tentación de adquirir y leer "El problema de los tres cuerpos", del autor chino Cixin Liu, un fenómeno editorial en su país y, sorprendentemente, también fuera de él. ¿Cuál es la razón del éxito de esta novela de ciencia ficción?
En primer lugar, tengo que admitir que, de entrada, no puedo ser muy objetivo con esta novela. Me fascina China (yo mismo he publicado una novela con China como argumento principal) y me apasiona la ciencia y la ficción, a partes iguales (también tengo novelas propias en relación con ello). Sea lo que fuere, tenía que ser novedoso. Y lo es. Rozando la perfección, aunque, como digo más adelante, no ha conseguido ser en mi opinión una novela totalmente redonda.
Supongo que no hay más remedio que caer en algún spoiler en esta reseña. Difícilmente puede hablarse del libro sin cometer esta falta. La novela narra en su comienzo la historia pasada de una familia de científicos en plena Revolución Cultural. Y lo hace con una crudeza que solo un chino como Cixin Liu, probablemente, puede llegar a narrar. Esto nos conduce más adelante hasta una enigmática base científico-militar china desde la que se pretende -con una ingenuidad que, tal vez, sea la mayor debilidad de la narración- buscar vida extraterrestre inteligente, emulando las actividades similares que llevan a cabo los occidentales. En este punto, uno identifica claramente a una de las protagonistas de "3 cuerpos", Ye Wenjie, con la inefable protagonista del Contact de Carl Sagan, genialmente encarnada por la actriz Jodie Foster. Sagan, con todo lo que fue -mucho en todo-, no destacó por su excelencia literaria en la ficción y, en mi humilde opinión, "3 cuerpos" supera en varios cuerpos a la mencionada Contact. Pero no es el caso ahora.
Dejando estas puertas abiertas, Cixin Liu nos ubica en el presente con las peripecias de un ingeniero especialista en nanotecnología, Wang Miao. Éste, con la colaboración de un extraño policía (Shi Qiang), tendrá que desfacer los entuertos que se le presentan. Que no son pocos. Tal vez la figura de Shi Qiang es excesiva en la narración, pero se soporta con gusto. Wang Miao, a través de un extraño juego de realidad virtual denominado precisamente "3 cuerpos", irá desvelando aspectos pasados, presentes e incluso futuros de una hipotética civilización que se extingue periódicamente de forma, en principio, inexplicable. Tal vez los mejores pasajes de la novela correspondan a la descripción de esta realidad virtual, donde se juntan referencias a grandes científicos occidentales (desde Von Neumann a Einstein, pasando por Galileo y Copérnico), con relatos fantásticos, en cualquier acepción posible que le podamos dar a este adjetivo. Por ejemplo, la recreación de un ordenador basado en los movimientos de un millonario ejército de ordenados soldados con banderitas, es impagable.
Atreviéndome con otro spoiler, el juego pretende buscar una solución al problema clásico gravitatorio de los tres cuerpos, necesario para la supervivencia de una civilización en una estrella cercana (el triple sistema Alfa-Centauri) que ha entrado en contacto directo con la Foster (perdón, con Ye Wenjie). Lo que pasa después tienen que leerlo, faltaría más.
Lo mejor del libro: La desbordante imaginación del autor; la fantástica relación -parece que perdida en Occidente- entre Ciencias, Humanidades y también Política; la nueva visión de la narrativa oriental, tan original como bien elaborada. Y, por supuesto, el excelente argumento.
Lo peor del libro: Algunas (pocas) pifias científicas (los espejos amplificadores electromagnéticos son poco creíbles, por ejemplo, por no hablar del plegado protónico); la ingenuidad de muchos personajes ya mencionada y, por desgracia, el desenlace final, que dista un poco/mucho de ser perfecto. Aunque ya hay continuación del libro, no sé si traducida ya al español (en chino no me atrevo)
Lo dicho. Muy recomendable para una larga Semana Santa si quieren, de verdad, leer algo realmente distinto.
- Giordano Bruno fue quemado en la hoguera por afirmar que había infinitos mundos habitados girando en torno a infinitos soles
- Cuatro siglos después la observación de centenares de exoplanetas es un hecho, pero no hay indicio alguno de vida inteligente extraterrestre
El modelo geocéntrico de Universo ideado por Aristóteles y adoptado por el astrónomo Ptolomeo dominó nuestra sociedad durante siglos. Situar a la Tierra en el centro de todo funcionaba bastante bien si de explicar los movimientos relativos de los astros se trataba, aunque precisara de ingeniosos pero ligeros ajustes matemáticos para entender el movimiento de los erráticos planetas vecinos. Además, encajaba todavía mejor con la ortodoxia religiosa cristiana, situando a la principal creación de Dios, el ser humano, en el ombligo universal. No había de qué preocuparse, ni tampoco pensar más de lo estrictamente necesario. Todo era un magnífico conjunto de esferas perfectas concéntricas hasta llegar al Cielo.
La revolución copernicana alteró el modelo. Conocido es que situó al Sol en el centro de un Universo finito, y relegó a la Tierra a un papel secundario. Ya no estábamos en el centro de todo ni éramos especiales en nada. Algunos fueron más allá de los postulados del precavido astrónomo polaco, como el italiano Giordano Bruno: el Universo era infinito, como infinito era también el número de mundos habitados girando en torno a infinitos soles. El concepto de Bruno no era en sí mismo herético. Fue propuesto en 1584, cuatro décadas más tarde que el modelo de Copérnico, y ya para entonces el danés Tycho Brahe –el astrónomo más reputado de su tiempo– abogaba por su propio modelo a caballo entre Ptolomeo y Copérnico. La Iglesia no se pronunciaba todavía con vehemencia sobre cuestiones astronómicas, pero sí lo hacía –faltaría más– con las teológicas. Bruno negó a Dios como creador trascendente y eso le llevaría a la hoguera por herejía. Sin ningún miramiento fue quemado vivo en Roma en el año 1600.
Estatua erigida en memoria de Giordano Bruno, en Roma
Sin embargo terminó imponiéndose el modelo heliocéntrico, algo en lo que sabios como Johannes Kepler y, por supuesto, Galileo y sus telescopios, tuvieron mucho que ver. La semilla estaba ya sembrada. Si la Tierra no era nada del otro mundo –valga la ironía–, cabía suponer que otros planetas (y quizás muchos otros mundos rodeando lejanos soles, como había propuesto el malogrado Bruno) podían albergar vida humana. O algo parecido a ésta. Así, el mencionado Kepler especuló sobre cómo sería la vida de los selenitas, Christian Huygens sobre la de marcianos y jovianos, y William Herschel imaginó la cálida realidad de los supuestos habitantes del Sol, entre otros astrónomos ilustres. La creencia en la vida extraterrestre inteligente no se detuvo entonces ni se ha detenido hoy. Sólo “Kepler” (y en esta ocasión nos referimos al satélite del mismo nombre) ha descubierto hasta la fecha más de mil exoplanetas –planetas fuera del Sistema Solar– girando en torno a más de 400 soles, algunos de los cuales podrían albergar algún tipo de vida. Desde Copérnico y Bruno hasta nuestros días, todo parece poder sustentarse en el llamado “Principio de Mediocridad”. Este curioso concepto fue acuñado en 1969 por el astrofísico John Richard Gott. Viene a decir que no hay observadores privilegiados que den cuenta de un fenómeno en un momento dado. En astronomía es fácil de comprender: No somos el centro del Universo, ni la Tierra ni el ser humano son especiales. En consecuencia la vida extraterrestre será moneda común en el vasto Cosmos.
O no. Las contradicciones acerca de la validez de esta suposición son muchas. Dejando de lado las especulaciones sobre posibles visitas de extraterrestres a nuestro planeta (ufólogos abstenerse), la primera objeción en aparecer fue la religiosa. Aunque hoy la Iglesia admite abiertamente la posibilidad de vida inteligente en otros mundos –Dios es omnipotente y los seres humanos no somos nadie para poner límites a lo que hace o deja de hacer el Creador–, no por ello faltó la controversia: ¿Cristo murió por los pecados de nuestra humanidad terrícola, o por los de todos los posibles seres del Universo? ¿Se encarnó en todos los mundos? A lo largo de los siglos un buen número de filósofos y teólogos han buscado respuesta a éstas y otras preguntas no menos chocantes para los creyentes. La paradoja anterior enlaza con otras cuestiones similares, válidas tanto para creyentes o no. El “Principio de Mediocridad” puede ser una suposición tan razonable como útil, pero en su esencia asume que el resto del Universo tiene que parecerse mucho a nuestro mundo. El propio Carl Sagan, el mayor impulsor contemporáneo de la idea, admitió abiertamente que la aplicación de este Principio en la búsqueda de vida extraterrestre era, en lo fundamental, un “acto de fe”.
Carl Sagan está considerado por muchos como el astrónomo más influyente del siglo XX, no tanto por lo que hizo o dijo, sino por cómo lo dijo e hizo. Divulgador excepcional, supo sacar partido –siempre en beneficio de la Ciencia– de la explosión audiovisual de su tiempo. Junto con otros notables científicos, como Frank Drake, encabezaría el conocido movimiento SETI (acrónimo de Search for Extraterrestrial Intelligence), que pondría en marcha la primera búsqueda sistemática de señales de radio provenientes de otros mundos. Sagan, aupado por la opinión pública, obtendría una notable financiación tanto estatal como privada para sus propósitos, y su obsesión con la existencia de vida inteligente extraterrestre nunca dejó de ser un auténtico quebradero de cabeza para muchos de sus pragmáticos y realistas colegas científicos en la NASA. Lejos de ser quemado en la hoguera, Sagan fue elevado a los altares. Algo habíamos avanzado.
Los programas SETI arrancaron en la década de los setenta pero, hasta el momento, no han conseguido sacarnos de nuestra enorme soledad cósmica. Poco a poco pierden interés y dinero, con alguna exótica excepción, y llevan camino de convertirse en una mera anécdota. Tal vez deberíamos reflexionar de nuevo sobre las irónicas palabras del físico italiano Enrico Fermi, que en 1950 y en referencia a la posible comunicación entre extraterrestres y humanos se preguntó: ¿Y dónde están ellos? Esta pregunta tan sencilla es hoy conocida como la “Paradoja de Fermi”, y da cuenta de la contradicción entre nuestras frustrantes observaciones y la presunta existencia de un buen número de civilizaciones mucho más avanzadas tecnológicamente que la nuestra. Si no aparecen, ¿sacrificó entonces su vida en vano su compatriota Bruno cuatro siglos atrás?
> Un año bisiesto y con Semana Santa adelantada [en El País] <
- Este año bisiesto de 2016 la Semana Santa se celebra inusualmente pronto
- La fijación astronómica de la fecha pascual dio lugar a la reforma actual del calendario
«Según la tradición hebrea, la noche en que tuvo lugar la huida de Egipto había luna llena, por lo que los judíos pudieron apagar sus lámparas para no ser descubiertos por los soldados del faraón». Este suceso tan lejano, aunque cercano en lo astronómico, condiciona todavía hoy nuestra agenda. Si nos parece que la Semana Santa cae demasiado pronto este año bisiesto de 2016, es necesario hacer un poco de historia para saber la razón.
El acontecimiento citado es celebrado en la llamada pascua judía que, por tanto, cada año ha de coincidir con una noche de luna llena. Jesucristo, judío, celebró dicha pascua durante la hoy denominada ‘última cena’, así que nuestra propia tradición cristiana adoptó este hecho casi como suyo. En concreto, y evitando confundir ambas tradiciones, ya desde el año 525 de nuestra Era se decidió en la Iglesia Católica que la pascua de Resurrección -unos días posterior a la judía- se celebrara el primer domingo siguiente a la primera luna llena después del comienzo de la primavera (20 o 21 de marzo). Si miramos el calendario de 2016, observaremos que el equinoccio de primavera es el día 20 de marzo, y la primera luna llena sólo tres días más tarde, por lo que el domingo de Pascua será el día 27 de marzo. Por eso siempre veremos una luna llena durante la Semana Santa.
Pero no todo es tan sencillo. O, al menos, no lo fue en su momento. Para que las cosas funcionen bien tenemos que encajar el calendario astronómico -el que marca la posición del equinoccio de referencia- con el calendario civil y religioso, basado en días completos. Y es que el tiempo que tarda la Tierra en dar una vuelta alrededor del Sol -un año- no es un múltiplo exacto de rotaciones sobre sí misma -un día-. En concreto, un año astronómico (año ‘trópico’) dura 365 días, 5 horas y casi 49 minutos. El problema de relacionar años con días completos fue bastante bien resuelto por el romano Julio César y sus sabios egipcios allá por el año 50 antes del propio Cristo. Como en números redondos un año son 365 días y un cuarto, cada cuatro años de 365 días habría de añadirse un día adicional (el famoso bisiesto, como es este de 2016). Y así hemos funcionado bastante bien durante muchos siglos, con el propiamente llamado calendario ‘juliano’, hasta que los hechos toparon con la realidad. Es decir, con la Iglesia haciéndonos la Pascua.
Celebración de la Última Cena por el pintor Juan de Juanes (1562, Museo del Prado), cuadro en el que Jesucristo parece sostener la propia luna llena
La corrección romana contenía un pequeño error intrínseco, puesto que redondeaba los casi 49 minutos a los 60 de una hora. Esto significaba que cada año se introducían en el calendario litúrgico bisiesto unos 11 minutos de más, por lo que poco a poco se iba alejando del astronómico. En el siglo XVI el error acumulado desde la implantación de la regla pascual era tal que el equinoccio primaveral -supuestamente, el 21 de marzo- había ocurrido el 11 de marzo, diez días antes. Y continuaba subiendo. Para resolver este desaguisado, el papa de turno, Gregorio XIII, recurrió de forma conjunta a Dios y a las matemáticas, confluyendo por fortuna estos factores en el enorme astrónomo -tanto por su tamaño físico como por su sabiduría-, Christopher Clavius. Clavius, alemán y jesuita, fue coetáneo y amigo de Galileo, con quien tuvo sus más y sus menos al respecto de sus muy distintas concepciones del Universo, puesto que se mantuvo siempre fiel al geocentrismo. Corrigió de forma ingeniosa el calendario juliano, y lo hizo añadiendo una cláusula adicional: “Un año será bisiesto si es divisible por 4, pero no lo será si además es divisible por 100. Con la excepción de los divisibles por 100 y 400 a la vez, que sí lo serán”. Pongamos un ejemplo sencillo: el año 1900 no fue bisiesto, como no lo será el 2100, pero sí lo fue el más reciente año 2000. Para rematar su trabajo, el papa Gregorio -por indicación del gran Clavius- tuvo que resetear el calendario mediante la pertinente bula, eliminando de golpe los diez días de más acumulados hasta esa fecha, y así al jueves 4 de octubre de 1582 (del calendario juliano) le siguió el viernes 15 de octubre de 1582 (del calendario ya conocido como ‘gregoriano’). El trabajo de Clavius fue tan bueno que perdura hoy en día y solo tiene un error estimado de un día cada 3300 años.
El cambio de fechas por mor de la precisión astronómica tuvo un curioso impacto según fuera el lugar del mundo y su fecha de aplicación. Así es bien conocida la anécdota del tránsito de santa Teresa, ocurrido justo en la noche referida del 4 de octubre de 1582, por lo que suele decirse que fue enterrada muchos días después de su muerte, aunque su inhumación fuera inmediata. Otro tanto ocurre con los óbitos de Miguel de Cervantes y William Shakespeare que, aunque datados ambos el 23 de abril de 1616, sucedieron con diez días de diferencia, puesto que los ingleses tardaron en aceptar el cambio de calendario de bastante mala gana casi dos siglos. En cualquier caso, y después de la adopción generalizada en todo el mundo del calendario gregoriano, los años astronómico y civil son en la práctica coincidentes, y las peculiaridades de la fijación de la fecha pascual por parte de la Iglesia no presentan mayores problemas.
Por tanto, si queremos saber con antelación cuándo podremos disfrutar de unos pocos días de asueto o de penitencia, según sea el gusto, caso o pecados de cada cual, no tenemos más que mirar al Cielo y hacer unas sencillas cuentas. Y ya puestos, observar una estupenda luna llena.
> ¿Guio la buena estrella de Kepler a los Magos? <
- En 1604 un estrella ‘nova’ apareció junto a Júpiter, Saturno y Marte
- Los cálculos llevaron a suponer a Kepler que esta conjunción estelar había sido la misma Estrella de Belén.
Corre el otoño del año 1604 en la Corte de Rodolfo II en Praga. Un funcionario busca a toda prisa al matemático y astrónomo imperial, Johannes Kepler. La noticia no puede esperar: una nueva estrella de brillo excepcional ha aparecido en el cielo. El suceso deja atónito al sabio alemán. No es sólo que haya aparecido una estrella ‘nova’ en la constelación de Ofiuco, sino que lo ha hecho junto a una extraña conjunción de los planetas Júpiter y Saturno. Incluso Marte se ha sumado al espectáculo celeste. ¿Qué puede significar aquello? No pocos legos se apresuran a contarlo e interpretarlo, y los más coinciden en la antigua predicción: «Nova stella, novus rex» (Estrella nueva, rey nuevo).
Kepler llevaba ya un tiempo estudiando la llamada “gran conjunción”. Es el nombre que recibe la aproximación relativa de los dos planetas mayores, Júpiter y Saturno. Dados sus grandes periodos orbitales, sólo se repite cada 18 o 20 años. Aún más. En contadas ocasiones, cuando los planetas coinciden en su mayor oposición al Sol, también coincide su ascensión recta, por lo que pueden llegar a juntarse hasta tres veces en el intervalo de sólo meses. A este fenómeno se le denomina “triple conjunción”. Ocurrió en 1604, pero también en 1682, 1821, 1941 o 1981. Para la próxima habrá que esperar hasta el año 2238.
Dado que estas grandes conjunciones se mueven a lo largo del Zodíaco, existe un patrón conocido muy del gusto de los astrólogos, y que marca un ciclo ‘mágico’ de 800 años. Kepler, como astrónomo y astrólogo, lo sabía, y justo a finales del año 1603 daba comienzo uno de estos intrigantes ciclos. El anterior había coincidido con la aparición del todopoderoso emperador Carlomagno. Y dos ciclos atrás –1600 años– casi con la llegada de… Jesucristo. ¿Qué tipo de suceso podía acontecer ahora, con los astros rebelándose de esa manera? ¿Tal vez el fin del mundo?
'La adoración de los Magos’, cuadro pintado por Giotto alrededor del año 1301. La estrella de Belén aparece representada como un cometa
No ocurrió nada especial, ya que de lo contrario no estaríamos contándolo. Pero el siempre prudente Johannes Kepler descubrió algo sorprendente al año siguiente. Un monje polaco llamado Laurentius Suslyga hizo públicos varios errores en las dataciones del nacimiento de Jesús de Nazaret y, como consecuencia, en el origen de la Era Cristiana. Hasta entonces la Iglesia había dado por buenos los cálculos de Dionisio el Exiguo, un abad romano del siglo VI que había fijado el nacimiento divino el año 753 después de la fundación de Roma. Pero según el jesuita Suslyga, Cristo habría nacido cuatro años antes… del propio Cristo (en una divertida paradoja espacio-temporal)
Los errores son hoy bien conocidos, tanto por las dataciones romanas como por los textos evangélicos. El emperador Cesar Augusto reinó cuatro años con el título de Octavio y, además, se había empezado a contar en el año “1” (en la Europa medieval no existía el concepto árabe del cero). Herodes, rey de Judea al nacer Jesús, había fallecido también cuatro años antes de Cristo, y el censo ordenado por Roma –que obligó al accidentado viaje de María y José– tuvo lugar igualmente entre los años 8-6 a.C. Por tanto, hay un claro error en las fechas. Cuando Kepler tuvo conocimiento de algunos de estos datos, ató cabos. Había que restar cuatro o cinco años a la triple conjunción que él había calculado con la mayor de las precisiones. Los astros se habrían juntado en el cielo hasta tres veces durante el año de la Encarnación divina. ¿No habría esto llamado la atención de los tres Reyes Magos bíblicos? ¿No habría una conexión singular? (Y esto sin tener en cuenta que hubiera podido aparecer otra estrella nova como la que él había observado)
En la actualidad sabemos que la nova reportada en 1604 por Kepler es, realmente, la última supernova conocida en la Vía Láctea –la anterior, de 1572, la observó su maestro Tycho Brahe–. Sabemos de pocas más en nuestra galaxia (en el año 1006, en 1054 –la famosa Nebulosa del Cangrejo–, o en 1181) pero sólo podemos remontarnos hasta el año 185 d.C. para tener registros de la más antigua citada por astrónomos chinos. No parece entonces que la conjunción de Júpiter y Saturno del año “0” viniera acompañada de efectos especiales adicionales, e incluso se conoce que la separación relativa entre ambos planetas en esas fechas (aproximadamente de un grado, equivalente a dos discos lunares) no la hace demasiado espectacular. Algunas hipótesis apuntan a que, si realmente existió la estrella de Belén, puede que fuera una combinación de fenómenos astronómicos, como la propia conjunción mencionada, una ocultación de Júpiter tras la Luna, y una nova (sin la categoría de ‘super’) o mero cometa citados por antiguos astrónomos orientales (alrededor del año 5 a.C.)
Sea como fuera, la tradición cristiana de la aparición de la estrella de Belén está muy arraigada y puede tener, en efecto, una explicación completamente astronómica. Para los muy creyentes bastará con pensar en un milagro, y para los muy crédulos en la visita guiada de algún tipo de nave extraterrestre, que de todo hay en la viña del Señor. Además, ¿por qué poner en duda la veracidad de la estrella de Belén si creemos firmemente en la existencia de los Reyes Magos?
- Los astrónomos jesuitas llevaron hasta China el telescopio y las tablas de efemérides astronómicas occidentales - Su reputación de sabios les llevó a convertirse en los hombres de confianza de sucesivos emperadores, que simpatizarían con el Cristianismo
Si examinamos el presente y estudiamos el pasado, incluso si nos atrevemos a pronosticar –sin mirar a los astros para ello– algo acerca del futuro, no hay duda de que siempre nos encontraremos con el país más formidable que, quizá, nunca haya existido: China. Más de cinco mil años contemplan a este imperio otrora impenetrable y ahora dominante, inalterado e inalterable. Su astronomía siempre ha sido una gran desconocida para los occidentales. Podemos comparar antiguos atlas estelares como los de Hiparco y Ptolomeo con los del sabio Zhang Heng (78 – 139 d.C.) y apenas hallaríamos similitudes. Todos los asterismos –constelaciones– son muy diferentes, con alguna excepción como la Osa Mayor, conocida como el “Carro del Emperador” en China. Pero aun con muy diversos métodos e instrumentos, la finalidad de la observación de los cielos en China tenía, sin embargo, el mismo sentido que en Occidente: la predicción.
En la antigua China –durante milenios, que se dice pronto– el emperador representaba el papel divino sobre la Tierra. Y todo lo que pasaba “bajo el Cielo” tenía un único intérprete, el propio emperador, que recibía el sobrenombre de “Hijo del Cielo”. Al igual que ocurría en el Occidente aristotélico, la bóveda celeste para los chinos era inmutable salvo algunas contadas cosas: planetas, cometas o eclipses, por ejemplo. Los planetas no eran bien vistos –en su sentido literal– por la mayoría de los aproximadamente doscientos millones de chinos que malvivían en aquel vasto imperio pongamos que allá en el siglo XVII. Pero mucho peor vistos –en su sentido metafórico– eran los cometas y los eclipses. Presagios de que algo terrible había de ocurrir: inundaciones, hambrunas, terremotos o guerra. Era necesario alertar con tiempo. En caso contrario, si el emperador se mostraba incapaz de anticiparse a los fatales acontecimientos, su autoridad podía quedar en entredicho. Y su continuidad en peligro. Así que no le quedaba otra al todopoderoso emperador de turno que financiar una costosísima cohorte de funcionarios especialistas en astronomía en quienes confiar. Con el rango de ministerio, nada menos.
Pero volvamos por un momento a la Europa del mencionado siglo XVII. Las privilegiadas mentes de Copérnico, Tycho Brahe, Kepler y Galileo están cambiando nuestra forma de ver el cosmos. El fin del modelo geocéntrico, las observaciones cada vez más precisas, el desarrollo del cálculo y, sobre todo, la aparición de nuevos instrumentos –cómo no, el telescopio– permiten la elaboración de tablas de efemérides astronómicas cada vez más precisas. A diferencia de lo que ocurre en China, por primera vez en la Historia el Cielo ya es casi completamente predecible. ¿Habría alguien interesado en contárselo a los chinos?
Pues sí: los jesuitas. Por descontado que no va a ser fácil ni tampoco gratis. La Compañía de Jesús extiende imparable su red de misiones tanto por el Nuevo Mundo –con ayuda española– como por Oriente, con la colaboración portuguesa. Primero cae Japón, luego apuntan a China. Pero China es impenetrable, salvo por un minúsculo enclave: Macao. Los jesuitas envían allí a toda su artillería intelectual (y no es metáfora gratuita, puesto que incluso colaboran con sus conocimientos militares) y, tras aprender la extrañísima lengua china para ayudar a los mercaderes europeos, entran como un ciclón hacia Beijing, la nueva capital. Las peripecias vitales en China en aquellas décadas de los astrónomos jesuitas (Matteo Ricci primero, Johann Schreck, Adam Schall y Ferdinand Verbiest después, entre muchos otros) rayan lo inverosímil. Pero inasequibles al desaliento, y enterados de la debilidad de los sucesivos emperadores, tienen un objetivo claro: si consiguen llegar hasta la élite que rodea al emperador e impresionarle con sus conocimientos de los cielos, éste no dudará en abrazar la verdadera fe. Y con él arrastrará a todos sus súbditos, cuyas míseras vidas le pertenecen.
Y a punto estuvieron de conseguirlo.
Astrónomos jesuitas con el emperador chino Kangxi
Aunque el italiano Matteo Ricci fracasa incluso en el mero intento de entrevistarse con el emperador Wanli, dejará ya impronta de su sabiduría en la corte. El alemán Adam Schall llega mucho más lejos: participa en la modificación del calendario imperial del último emperador de la dinastía Ming, Chongzhen. A la caída de este, Shunzhi –el primer emperador de la nueva dinastía Qing– le nombra mandarín y hombre de su entera confianza para dirigir el ministerio de Ritos y Astronomía. Será el segundo hombre más poderoso de toda China. Es relevado por el belga Ferdinand Verbiest que, bajo el reinado del emperador Kangxi, alcanza también enormes cotas de poder. Pero ni uno ni otro lograron su principal objetivo, convertir el imperio chino al completo al cristianismo. La complejidad de la corte china, la reticencia de los sucesivos emperadores a abandonar sus costumbres y privilegios –la presencia de concubinas no era el menor de los problemas–, y también la falta de tacto desde la sede vaticana –el papado no terminaba de aceptar las libertades que se tomaban sus sabios, como por ejemplo la adopción de la vestimenta china, o el hecho de desdeñar el latín en beneficio del chino en la celebración de la misa–, impedirán el milagro. Y estos no fueron los únicos quebraderos de cabeza que causaron los jesuitas a Roma. La datación jesuita de los más antiguos textos chinos echaba por tierra las fechas bíblicas más precisas de la Creación o el Diluvio Universal. La jugada no había salido bien, lo que unido a otras circunstancias también molestas relacionadas con los muchos misioneros repartidos por todo el mundo, terminará primero con la presencia de los mismos en China el año 1724 y, posteriormente, con la propia disolución de la Compañía ordenada por el Papa en 1773. Pero esto es otra historia.
Con todo, aquellos intrépidos jesuitas dieron probada muestra de su habilidad en el campo de la astronomía, superando una y otra vez a sus colegas orientales en las sucesivas competiciones que se celebraron en la corte china, haciendo exactas predicciones de los eclipses solares de los años 1610, 1629, 1642 y 1665. En su afán evangelizador, muchos de ellos perdieron la vida en las penosas travesías marítimas, o víctimas de los caprichos de los mandarines locales. Pero bien pudieron cambiar el rumbo de la historia tal y como hoy la conocemos de haber logrado su objetivo de cristianar al emperador del más vasto de los imperios, el chino. Con una cruz en una mano y un sextante en la otra.
> La historia secreta del telescopio: Una visión española <
Este artículo fue publicado originalmente en la revista Astronomía por Enrique Joven y Nick Pelling, el año 2008.
Lo reproduzco de nuevo íntegramente aquí para aquellos (muy) interesados en el origen del telescopio, especialmente a raíz de la reciente publicación en Crónicas de AstroManía - El País de una colaboración mía de la misma temática. El enlace puede encontrarse aquí: ¿Quién inventó el telescopio?
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Desde su aparición y uso como anteojos, quizá en 1286 en Italia, tanto las lentes cóncavas –recomendadas “para jóvenes”, pues corregían la miopía–, como las convexas –“para distintas edades adultas”, pues corregían la presbicia–, eras ampliamente utilizadas de forma individual hasta el siglo XVI. Pero ni los inventores más ingeniosos fueron capaces de disponerlas adecuadamente para formar el telescopio más simple. Si podía mejorarse la visión de forma tan notable, ¿por qué no construir dispositivos ópticos para solucionar otras necesidades? Podrían imaginarse ingenios para ver a largas distancias con propósitos militares o navales –no en vano, el primer término para denominar el telescopio fue spyglass (o vidrio para espiar, traducido simplemente como catalejo)–, hacer mapas topográficos, observar la naturaleza o, por supuesto, escudriñar el Cielo. La demora en su descubrimiento pudo deberse a la errónea teoría óptica de la época, que afirmaba que la imagen en la visión humana se formaba no en la retina al fondo del ojo, sino en algún lugar delante de él. Habría que esperar al genio matemático de Johannes Kepler para encontrar la explicación a posteriori del funcionamiento de los famosos telescopios de Galileo, ubicando correctamente la imagen formada.
Aunque fueron muchos los que reclamaron la invención del telescopio, o adujeron haber puesto las bases para la misma, no fue hasta el año 1608 –sólo uno antes de su uso astronómico por Galileo– cuando se tiene constancia veraz de la combinación certera de dos lentes en un tubo para dar lugar al primer telescopio. Los ochialli –spyglasses–, oculares, o lentes de perspectiva, no recibirían su actual nombre, telescopium, hasta el año 1611, en un banquete celebrado en Roma y ofrecido en honor a Galileo. Pero, ¿quién fue su inventor real? Los primeros historiadores sostenían que había sido un holandés, mientras que posteriores investigadores han sugerido varios nombres italianos. Nuevas evidencias, apuntan hacia otra localización, España. Por aquel entonces el territorio holandés esta sumido en una cruenta guerra civil, que se prolongaría cuatro décadas. Los bandos enfrentados eran, por una parte, las fuerzas españolas ocupantes –católicas–, y por otra las siete provincias rebeldes del Norte –protestantes–. Una débil tregua, que se mantendría durante doce años, dio lugar a un precario equilibrio. Para garantizar éste, La Haya se pobló de embajadores y observadores de casi todos los países europeos.
El 25 de Septiembre de 1608, un hombre “humilde, piadoso y temeroso de Dios” se atrevió a entrar en este delicado laberinto de envidias e intereses políticos para mostrar su nuevo invento –“y ver objetos lejanos como si estuvieran cerca”–, al líder de los holandeses, el príncipe Mauricio de Nassau. Era Hans Lipperhey, artesano de Middleburg, una ciudad costera con grandes talleres para trabajar el vidrio. El príncipe mostró el ingenio a los dirigentes de las otras provincias, así como al propio comandante en jefe de las tropas españolas, el muy sorprendido marqués Ambrosio Spínola, que afirman exclamó: “A partir de ahora no podré estar más tiempo seguro, ya que me verás llegar a lo lejos…” Las historias y rumores sobre el, en principio, modesto catalejo, se propagaron con rapidez. Pronto se supo de él fuera de La Haya y Holanda, alcanzando España, Francia, Italia y casi toda Europa antes del final del año. Desde el principio se intuía que podría utilizarse también para escudriñar los cielos: “incluso las estrellas que normalmente son invisibles a nuestros ojos por su pequeñez y debilidad pueden ser vistas con este instrumento…”
El 2 de Octubre de 1608 Lipperhey envió la pertinente petición para patentar el telescopio, y sólo cuatro días más tarde recibió un generoso adelanto de 900 guilders para la construcción de tres pares de binoculares. Sin embargo, pocos días después –el 14 de Octubre–, el Comité de Consejeros de Zelanda entrevistó a un joven desconocido, “que hubo demostrado lo mismo con un instrumento similar.” Para mayor confusión, tres días más tarde –el 17 de Octubre–, otro artesano fabricante de anteojos nacido en Alkmaar y de nombre Jacob Metius, recibió 100 guilders por su propia idea –en principio, independiente– del telescopio. Todavía en años posteriores otros artesanos holandeses reclamarían sus derechos. Así un tal Johannes Sachariassen afirmaría en 1655 que su padre, Zacharias Janssen, habría fabricado no sólo un telescopio, sino también un microscopio, alrededor del año 1590. Bien es cierto que Sachariassen matizó estas afirmaciones con posterioridad, declarando que su padre había copiado o, en el mejor de los casos, adaptado el diseño en 1604 después de examinar un telescopio propiedad de un italiano y que estaba fechado en “Anno 190” (supuestamente, 1590). Con independencia de quien fuera el primero que lo construyó, las copias sucesivas siguieron el mismo diseño básico de aquéllas aparecidas en Holanda, lo que se dio en llamar de forma lógica “diseño holandés”. De hecho, casi cualquiera podía construir un catalejo si tenía las lentes apropiadas: una cóncava –el ocular– y una convexa –el objetivo–. Tanto fue así que las autoridades holandesas declinaron conceder la patente, y ni Lipperhey ni Metius fueron reconocidos como sus inventores. Hoy en día, y a pesar de éstos y otros interrogantes, la mayoría de los libros de texto y divulgación que podemos consultar siguen otorgando la presunta paternidad del telescopio a Hans Lipperhey.
Pero sigamos con la historia. Los telescopios de “diseño holandés” se extendieron rápidamente por toda Europa. En Abril de 1609 ya podían comprarse en París, y en Mayo fueron vistos algunos en Milán y otras ciudades. Ese mismo mes Galileo oye hablar de ellos, y su aparición es confirmada por su discípulo y amigo, el francés Jacques Badovere. Y en Padua, construye de inmediato en Julio su primer telescopio, que magnifica tres veces. En Agosto, y desde el campanario de la catedral de San Marcos en Venecia, Galileo demuestra a la nobleza el poder magnificador del invento en sus manos. De inmediato, y dándose cuenta de su importancia militar, el Senado Veneciano contrata a Galileo de por vida. Éste mejoró y refinó su diseño hasta conseguir telescopios capaces de magnificar treinta veces. Como es de sobras conocido, el telescopio reveló muchos secretos de los cielos a los ojos de Galileo, tales como las fases de Venus, las altas montañas lunares o los cuatro satélites principales de Júpiter, así como la extraña forma de Saturno –que acabaría desvelándose como un sistema de anillos para Huygens pocos años después–, y las manchas solares. Uno tras otro aparecieron nuevos argumentos apoyando la teoría copernicana del heliocentrismo, que tanto Galileo como su coetáneo el alemán Johannes Kepler sustentaban. La oposición radical de la Iglesia a las nuevas –y certeras– teorías sobre el funcionamiento del cosmos terminó con el italiano en el famoso juicio de la Inquisición de 1633 en Roma, proceso en el que fue obligado –cansado, viejo y casi ciego de tanto observar el Sol– a abjurar de todo aquello que había demostrado. De poco sirvió porque la concepción del mundo estaba cambiando, y el Renacimiento científico acabaría por imponerse al inmovilismo religioso imperante en la época.
Galileo Galilei (1564-1642), uno de los padres de la Astronomía moderna y el primero en utilizar el telescopio para mirar al Cielo. En la figura superior, fotografía de uno de sus telescopios refractores, de magnificación x20. Abajo, portada de su famoso “Sidereus Nuncius”, publicado en Venecia en 1610, y página interior mostrando el esquema de funcionamiento de sus telescopios
El hecho cierto de que el telescopio fuera el artífice de esta revolución científica hizo que no pocos investigadores e historiadores intentaran acercar la gloria de su descubrimiento hacia ellos y hacia sus respectivos países de origen. Ya vimos como en Holanda varios inventores –principalmente Lipperhey y Metius– reclamaron su paternidad. Pero también fuera de Holanda muchos dieron un paso adelante en el intento de conseguir dicha gloria. Para Nápoles, el prestigioso inventor Giovanni Battista Della Porta reclamó y argumentó haber descrito un telescopio –aunque no el conocido como “modelo holandés”– en sus libros Magia Naturalis (1589) y sobre todo De Refractione (1593). También el florentino Rafael Gualterotti manifestó haber construido su propio y modesto catalejo alrededor de 1590. Incluso el mismo Galileo, en pugna epistolar con el anterior, pretendió ser su inventor además de su mayor impulsor. Si lo segundo es evidente, lo primero es incierto, aunque Galileo argumentaba que él no se había dejado guiar por el azar como el resto. Pero es otro italiano, el milanés Girolamo Sirtori, quien afirma que el primer inventor real del telescopio no es italiano, sino español. Sirtori es el primer autor que escribe un libro –Telescopium sive ars perficiendi novum illud Galilae visorum instrumentum ad sydera– acerca de la invención del telescopio (1612). Girolamo Sirtori no sólo nombra a un artesano llamado Roget de Gerona como el posible padre del telescopio –y que él habría conocido en 1609 en un viaje por Cataluña–, sino que además descabalga al mismísimo Lipperhey como inventor. Al parecer, y siempre según Sirtori, la idea de montar una lente cóncava y otra convexa le habría sido dada a Hans Lipperhey por un misterioso comprador que, en su taller, le habría encargado el pulido de estos dos tipos de lentes. Pero la forma en las que el anónimo cliente las habría probado –colocando una delante de la otra, y no por separado– podría haber hecho sospechar a Lipperhey. Ver qué ocurría al colocar las lentes en esta extraña posición debió de ser lo más fácil. Una historia apócrifa, edulcorada y seguramente falsa afirma que los hijos de Lipperhey habrían descubierto el poder magnificador de la combinación de las lentes jugando con ellas accidentalmente en su taller.
Grabado de Hans Lipperhey (1570-1619) realizado por J. Meurs para el libro de P. Borellus, “De vero telescopii inventori” editado en 1655. A la derecha, reproducción de la anotación del 2 de Octubre de 1608 ante los Estados Generales de La Haya donde Lipperhey reclama la patente del telescopio. Fue el primero en hacerlo
Grabado holandés de 1624 realizado por Johan de Brune en el que se representa a un hombre con un telescopio. A la derecha, grabado de Zacharias Janssen (1588-1638). A Janssen algunos le atribuyen la invención no sólo del telescopio, sino también del microscopio. Tenía sólo veinte años cuando el primero apareció en la Feria de Frankfurt de 1608. De reputación más bien dudosa –acuñó moneda española falsa durante años, siendo condenado por estafa– se salvó de la ejecución por inmersión en aceite hirviendo huyendo del país. Su hijo intentó, sin éxito, conseguir para él en 1655 la patente del telescopio
La mezcla de argumentos a favor y en contra de cada posible inventor hace que la pregunta sobre la paternidad del telescopio permanezca sin resolver. Ni siquiera de lo que pudo haber ocurrido en Holanda. Por esta última razón los historiadores holandeses fueron quienes primero abordaron seriamente la cuestión en el siglo XX. Y lo hicieron pacientemente, desgranando toda la documentación histórica de la época. En 1906 es Cornelis de Waard quien en su libro De uitvinding der verrekijkers aporta nuevas claves. De Waard encuentra una mención intrigante en un libro de 1614 escrito por Simon Marius en Alemania, Mundus Jovialis. Éste describe a un belga desconocido en la Feria de Frankfurt de 1608 que afirmaría ser el inventor del telescopio, el cual habría ofrecido uno de ellos a John Philip Fuchs, noble alemán. Éste rechazó la compra por el alto precio y porque una de las lentes estaba rota. Sin embargo, habría narrado el episodio al autor de la crónica –Simon Marius–, y manifestado su intención de construir uno. Este episodio impulsa a de Waard a afirmar que, aunque en efecto el telescopio emerge en Holanda en 1608, pudo haber sido diseñado con anterioridad en el norte de Italia, tal vez entre 1590 y 1600 y tal vez por Rafael Gualterotti, incluso con la ayuda directa o indirecta de los libros escritos previamente por Giovanni Della Porta.
Simón Marius, astrónomo alemán (1573-1624). En 1614 publicó Mundus Jovialis, en el que Marius afirmaba haber descubierto las cuatro lunas de Júpiter algunos días antes que Galileo. En el mismo texto se hace referencia a la Feria de Frankfurt de 1608
Las investigaciones de Cornelis de Waard permanecieron casi en el anonimato, quizá por incompletas o quizá porque poca gente es capaz de entender holandés fuera de Holanda. Así fue hasta 1977, año en el que su compatriota Albert van Helden publica una extensa monografía de título The Invention of the Telescope. Las conclusiones de éste son similares: Della Porta probablemente, y Gualterotti posiblemente, habrían inventado el catalejo sin apercibirse de ello y de su importancia. En aquellos años las lentes de los anteojos eran tan frágiles que su invento no habría sido más que un juguete. Pero ambos historiadores no encuentran un vínculo convincente entre Italia y Holanda ni terminan de ajustar el suceso de la Feria de Frankfurt. De reciente aparición (2008) es el libro de Eileen Reeves que lleva por título Galileo’s Glassworks: The Telescope and the Mirror. La colega de van Helden afirma en él que, aunque Giovanni Della Porta describe –de forma premeditadamente confusa– algo en apariencia similar a un telescopio, una lectura cuidadosa de sus textos lleva a la conclusión de que no se trata de una combinación de dos lentes, sino a la acción conjunta de un espejo cóncavo y una lente, lo que echaría por tierra las reclamaciones del italiano. De igual forma Reeves duda de los argumentos de Gualterotti, porque aunque éste hace uso de tubos huecos –denominados propiamente cerbatanas–, sólo disponen de una lente para mirar.
Estos últimos hallazgos significarían que, aunque los artesanos italianos habrían dominado casi desde el comienzo la fabricación de lentes y anteojos –en sus famosos talleres de Florencia y Venecia–, no existe una relación clara de los mismos con el “telescopio holandés”. Igualmente llamativo resulta el silencio posterior –tan poco usual entre los italianos cuando de invenciones se trata– respecto al descubrimiento, así como el testimonio de otro de los actores de la historia, el también italiano Girolamo Sirtori. Sirtori no reclama el descubrimiento para sí ni para sus compatriotas, sino que se limita a contar lo vivido en sus viajes. Y así nos transporta a 1609, año en el que conoce en Gerona a un “viejo artesano débil y cansado” al que denomina Roget, fabricante de anteojos, afirmando que éste le mostró, además de la armadura de su telescopio –muy enmohecido por el paso del tiempo–, las fórmulas para su construcción, autorizándole además “la anotación de las proporciones con tres puntos.” Gracias a ello Sirtori afirma haber perfeccionado sus experimentos y redactado las tablas reproducidas en su libro. Añade además que el Roget gerundense era hermano de un Roget de Borgoña, residente en Barcelona, y que con sus tres hijos –uno de ellos dominico– se dedicaban a la construcción de telescopios. “Nadie –afirma Sirtori en su Telescopium– los ha trazado más exactos que ellos.”
¿Qué hay de cierto y qué hay de falso en este antiguo texto? ¿Existió la familia Roget? Para entrar en la pugna por la paternidad del “telescopio holandés” era necesario que algún historiador español hurgara en los antiguos archivos al modo y manera que había hecho Cornelis de Waard para Holanda. Y ese historiador fue Josep María Simón de Guilleuma (1886-1965). Simón de Guilleuma, médico oftalmólogo además de coleccionista de instrumentos ópticos e historiador, quedó sorprendido con la lectura del texto de Sirtori. Impelido por la proximidad geográfica de la hipotética familia Roget, Simón de Guilleuma se sumerge literalmente en los archivos catalanes de parroquias y ayuntamientos en busca de información para identificar a los personajes citados por el antiguo viajero italiano. Y el éxito le acompaña. Encuentra que el anteojero gerundense se llamaba Juan, y que estuvo casado con Juana, francesa, natural de la diócesis de Rodez y fallecida en 1614. Juan Roget habría muerto igualmente entre 1617 y 1624, probablemente después de la publicación del Telescopium de Sirtori. Su hermano, el anteojero de Barcelona, se llamaba Pedro y procedía de Angulema. Habría estado casado con una tal Catalina Isern, que le habría dado cinco hijos. Uno de ellos, Miguel, era en efecto dominico, y otros dos, Juan y Magín, trabajaban en el taller con su padre y su tío. Los registros documentales habían dado su fruto y confirmaban lo escrito –en fechas, lugares y personajes– por Girolamo Sirtori.
Fotografía de carnet del doctor español Josep Mª Simón de Guilleuma (1886-1965), oftalmólogo, historiador local y coleccionista de anteojos. Simón de Guilleuma siguió las pistas escritas dadas por el italiano Girolamo Sirtori en 1612 para dar con los posibles inventores del telescopio en Cataluña
Pero Simón de Guilleuma no se detuvo aquí. Supuso, con buen criterio, que Juan Roget tenía que haber vendido posiblemente algunos telescopios a la aristocracia local, así que buceó en los antiguos inventarios de bienes y testamentos. La primera referencia la encontró datada en 1593, año en el que don Pedro de Cardona legaría una “ullera larga guarnida de llautó” –anteojos largos decorados con latón– a su mujer, María de Cardona y Eril. A su muerte en 1596, este objeto sería heredado por su hijo Enrique de Cardona. Simón de Guilleuma quedó intrigado por la cuidadosa descripción notarial del supuesto telescopio, guardado en una pequeña arqueta con otros papeles y cartas, y de la que dedujo que no mediría más allá de veinte centímetros. Hay dos referencias más encontradas por Simón de Guilleuma a los que denomina “ulleres de larga vista”. En 1608 y en 1613, en las posesiones de los mercaderes catalanes Jaime Galvany y Honorato Graner, respectivamente. La nueva referencia de 1608 coincide en el tiempo con el año en que aparece en la Feria de Frankfurt el primer telescopio holandés mencionado. Este supuesto telescopio fue vendido a la muerte de Galvany en pública subasta el 5 de Septiembre por el precio de cinco sueldos. Sólo unas semanas antes de las demandas de Lipperhey y Metius. El resultado de las investigaciones de Simón de Guilleuma se plasmaría en una comunicación presentada en el IX Congreso de Historia de la Ciencia celebrado en Barcelona en el año 1959, en una conferencia titulada “Juan Roget, òptic gironí, inventor del telescopio, i els Roget de Barcelona, constructors del mateis.” Del mismo año es la emisión en Radio Barcelona, la noche del 19 de Octubre, de un boletín de divulgación histórica dedicado a sus hallazgos. Y poco más. Resulta bastante sorprendente que sólo unos cuantos estudiosos hayan oído hablar de él, y más teniendo en cuenta las referencias explícitas de Girolami Sirtori a la familia Roget. Desde luego que hay muchos elementos dudosos. Una muestra de estas dudas es que el llamado “anteojo de larga vista decorado con latón” de 1593 podía perfectamente haberse tratado de una pareja de lentes para la presbicia sujetas con un mango largo, al modo y manera –por ejemplo– de las conservadas como reliquia y que habrían pertenecido a José de Calasanz, el santo aragonés fundador de las Escuelas Pías y gran amigo además del mismo Galileo.
Cuatro siglos más tarde no parece posible que prevalezca una única versión de los hechos. Cada uno puede escoger de aquí y de allá, y muchas narraciones paralelas podrían ser ciertas en mayor o menor grado. Los mismos autores de este artículo se aventuran a recomponer el puzzle utilizando elementos probados documentalmente junto con suposiciones más o menos arriesgadas. Así, partiendo del hecho cierto de los hallazgos de Simón de Guilleuma con respecto al libro de Girolamo Sirtori, y también asumiendo como veraz el episodio de la Feria de Frankfurt contado por el astrónomo Simon Marius, podemos volver a arrancar la narración en 1609, fecha en la que Sirtori conoce al viejo artesano Juan Roget, y cuyos instrumentos ya están deteriorados por el uso y el abandono. De su taller habría salido el ejemplar de Pedro de Cardona, pero sobre todo el del mercader Jaime Galvany, vendido a su muerte en 1608. Una reconstrucción plausible nos llevaría ese año de 1608 hasta Frankfurt, cuya famosa feria –la mejor de Europa– se celebra comenzado el otoño. Hasta allí pudo haber llegado el otrora telescopio de Galvany fabricado por Juan Roget, cayendo en manos de un viajante de anteojos (¿Zacharias Janssen?) El joven mercader holandés intentaría la venta del extraño instrumento, aunque éste trajera una lente rota. El resto de la historia es conocido. Janssen casi conseguiría vender el telescopio al alemán John Philip Fuchs, quien debió de entender que Galvany era italiano. La venta no tiene éxito y el primer telescopio es rechazado, pero Janssen, consciente de su valía, decide comenzar a fabricarlos por su cuenta. Quizá él mismo encargara algunas lentes al taller de Hans Lipperhey que, a su vez, se percata de las sorprendentes consecuencias de alinear juntas una cóncava y otra convexa cuando su cliente acude a probarlas. En cuestión de semanas, casi de días, Lipperhey monta su primer telescopio y lo muestra al príncipe Mauricio el 25 de Septiembre. Una semana después reclama la patente. Demasiado rápido para Janssen y los demás.
Si esta hipotética secuencia fuera correcta, se reivindicaría la validez de los textos de Sirtori casi en cada detalle, explicando además otros sucesos como los ocurridos en la feria alemana. De hecho, las pesquisas del español Simón de Guilleuma habrían servido para respaldar al italiano como el primer investigador riguroso del origen del telescopio. Hay un hecho más que resaltar respecto a Girolamo Sirtori. De todos los lugares de Europa a los que habría podido viajar, la elección de la ciudad donde trabajó Juan Roget no parece ser una casualidad. Podemos de nuevo acudir al terreno de la especulación para suponer que tuvo algún tipo de información proveniente de ¿Janssen? que le hizo orientarse en la dirección correcta: España. Quizá si los modernos investigadores profundizaran algo más en la senda marcada por Simón de Guilleuma y la familia Roget tendríamos un cuadro muy diferente al que actualmente observamos. La historia del telescopio podría incluso experimentar un vuelco si, como pensaba el doctor Josep Mª Simón de Guilleuma en 1959, el origen del mismo no estaba en los talleres de los anteojeros holandeses de 1608, sino en el de un genio casi desconocido en Cataluña. Quién sabe si, durante los últimos cuatrocientos años, los astrónomos de todo el mundo han mirado los cielos a través de ojos españoles.
Lecturas complementarias:
1. The History of the Telescope, Henry C. King, Dover Publishers (1955)
2. The Invention of the Telescope, Albert van Helden, American Philosophical Society (1977)
3. Renaissance Vision from Spectacles to Telescopes, Vincent Ilardi, American Philosophical Soc. (2007)
4. Galileo’s Glassworks: The Telescope and the Mirror, Eileen Reeves, Harvard University Press (2008)
El 25 de septiembre de 1608, un humilde artesano de Middleburg se atrevió a molestar al príncipe holandés Mauricio de Nassau con un tubo de latón en apariencia inofensivo. Era Hans Lipperhey. Por aquel entonces el territorio holandés estaba sumido en una cruenta guerra civil. Los bandos enfrentados eran, por una parte, las fuerzas españolas ocupantes –católicas–, y por otra las provincias rebeldes del Norte –protestantes–. En una de las débiles treguas el príncipe mostró el ingenio a los dirigentes de las otras provincias, así como al propio comandante en jefe de las tropas españolas, el muy sorprendido marqués Ambrosio Spínola, que afirman exclamó: «A partir de ahora no podré estar más tiempo seguro, ya que me verás llegar a lo lejos».
No habría de pasar ni un año para que los entonces denominados como “vidrios para espiar” se extendieran como la pólvora por toda Europa. En julio será otro hábil artesano, el italiano Galileo Galilei, el que tenga preparado su propio telescopio para impresionar con él al Senado veneciano oteando el horizonte desde el campanario de la catedral de san Marcos. Aunque sólo magnificara tres veces, será más que suficiente como para que Galileo sea contratado de por vida. Lo que ocurrió después es de sobra conocido: A Galileo le tiró más la ciencia que la milicia y, con instrumentos de hasta treinta aumentos, reveló secretos del Cielo tales como las fases de Venus, las altas montañas lunares o los cuatro satélites principales de Júpiter, así como la extraña forma de Saturno o las enigmáticas manchas solares.
Pintura del siglo XIX que representa a Galileo haciendo una demostración de su telescopio en 1609
Pero volvamos a Hans Lipperhey. Pocos días después de su entrevista con el príncipe Mauricio patenta –o, al menos, lo intenta– su invento y se le adjudica un jugoso contrato. Aunque poco dura la alegría en casa del pobre porque al telescopio le salen padres por toda Holanda: Jacob Metius, Zacharias Janssen y hasta un tercer artesano de apellido desconocido muestran cosas parecidas o idénticas. A falta de pruebas de ADN, las autoridades holandesas declinan conceder la patente. Y es que casi cualquiera podía construir un catalejo si tenía las lentes apropiadas: una cóncava –el ocular– y una convexa –el objetivo–. El uso de lentes cóncavas y convexas como anteojos se remonta a mucho tiempo atrás. Alrededor de 1286 ya aparecen en Italia, y las primeras eran recomendadas “para jóvenes”, pues corregían la miopía, y las segundas “para distintas edades adultas”, pues corregían la presbicia. La cuestión estribaba, entonces, en saber a quién se le había ocurrido primero la feliz idea de poner una delante de la otra. Dicen que dijo Lipperhey que fueron sus hijos quienes, jugando traviesamente con algunas de sus lentes, habrían descubierto su poder magnificador de forma accidental mirando la veleta de una torre. Pero mucho más sugerente y misteriosa es la afirmación del milanés Girolamo Sirtori, que habría escrito que un desconocido comprador de lentes las habría colocado juntas en el taller delante de Lipperhey para comprobar su calidad. Lipperhey, intrigado, habría hecho lo mismo una vez cerrada la venta, encontrándose con la inesperada sorpresa.
Sirtori no era el único italiano interesado en el próspero negocio de los vidrios para espiar. Primero su compatriota Giovanni Battista Della Porta –un prestigioso inventor napolitano–, y posteriormente el florentino Rafael Gualterotti reclamarán su paternidad. También lo hará el mismo Galileo –tan genial como soberbio–, en discusión epistolar con los anteriores. Pero es Sirtori el que en 1612, en uno de sus libros acerca de la invención del telescopio, aporta una pista tan sugerente como enigmática. Allí nos transporta a 1609, año en el que conoce en Gerona a un “viejo artesano débil y cansado” al que denomina Roget, fabricante de anteojos, afirmando que éste le mostró, además de la armadura de su telescopio –muy enmohecido por el paso del tiempo–, las fórmulas para su construcción así como “la anotación de las proporciones con tres puntos.” Gracias a ello Sirtori afirmará haber perfeccionado sus experimentos y redactado las tablas reproducidas en su libro para fabricarlos.
¿Qué hay de cierto y qué hay de falso en este antiguo texto? ¿Existió Roget? Sorprendido con la lectura del libro de Sirtori, un médico oftalmólogo barcelonés –además de coleccionista de instrumentos ópticos e historiador, Josep María Simón de Guilleuma– se sumergió literalmente a mediados del siglo xx en los archivos catalanes de parroquias y ayuntamientos en busca de información para identificar a los personajes citados por el antiguo viajero italiano. Y el éxito le acompaña en sus indagaciones, publicando sus hallazgos en el IX Congreso de Historia de la Ciencia celebrado en 1959 en Barcelona. Según Simón de Guilleuma, un tal Joan Roget sería el auténtico inventor del telescopio.
Sobre cómo habría llegado la idea de Roget desde Gerona primero hasta Italia y posteriormente hasta Holanda, hay multitud de hipótesis a cuál más inverosímil, pero que fueron entrelazadas con cierto criterio por el británico Nick Pelling en el año 2008, y publicadas por la revista History Today. Aunque la mayoría de libros de texto y divulgación que podemos consultar hoy en día siguen otorgando la paternidad del telescopio a Hans Lipperhey, no sabemos a ciencia cierta si el telescopio comenzó como un juego de niños enredando con lentes por un tubo, o bien fue fruto del inmarcesible ingenio español que culminaría poniendo otro tubo en el extremo de un mocho y llamándolo fregona. Pero quién sabe si, durante los últimos cuatrocientos años, los astrónomos de todo el mundo han estado mirando los cielos a través de ojos españoles. Es emocionante pensarlo así.
Sabido es que ciencia y religión nunca han mezclado demasiado bien. Hubo un tiempo, ya lejano, en el que conciliar ambos términos era no sólo recomendable, sino casi obligatorio. Y, si no, que le pregunten a las cenizas de Giordano Bruno o a su compatriota Galileo, conminado muy a su pesar a recolocar la Tierra en el centro del universo cuando ésta ya había encontrado su lugar. Si los católicos lo pasaban mal, mejor no les iba a los protestantes y así, Kepler, coetáneo de los anteriores, a punto estuvo de ver a su madre arder en la hoguera igual que al fantasioso de Bruno por su supuesta brujería.
Sin embargo, no siempre los prejuicios circulan en el mismo sentido. Incluso en tiempos más recientes.
Tal vez un ejemplo de ello sea el físico y matemático belga Georges Lemaître. Apenas un cráter en la Luna y el nombre de un vehículo espacial de la ESA –el ATV5, ya igualmente convertido en cenizas– nos lo recuerdan. Y eso que estamos hablando del hombre que se atrevió a corregir –educadamente, eso sí– al mismísimo Albert Einstein, prediciendo lo que más tarde Edwin Hubble comprobaría con los telescopios de Monte Wilson: la expansión del Universo. Lo que hoy todos conocemos como el Big Bang.
Lemaître nació en Charleroi (Bélgica) en 1894. Apasionado por las ciencias y la ingeniería, tuvo que interrumpir sus estudios con veinte años para defender a su país, inmerso en la Primera Guerra Mundial, siendo incluso condecorado como oficial de artillería. No debió de gustarle nada lo que allí vivió y, horrorizado, decidió tomar los hábitos y ordenarse sacerdote. Corría el año 1923. Pero Lemaître no abandonó su primera vocación. Su formación académica en física y matemáticas fue formidable, comenzando por su paso por la Universidad de Cambridge y terminando con su doctorado en el todavía mítico MIT estadounidense, institución en la que se doctoraría.
Poco después –en el año 1927– publicaría en una revista local el esbozo de su modelo de universo. Partiendo de los postulados de Einstein –un cosmos estático de masa constante– llega a un resultado totalmente diferente: el radio del universo tenía que crecer de forma continua para ser estable. Al enterarse, el genio alemán rechaza la idea con virulencia: «Sus cálculos son correctos, pero el modelo físico es atroz.» Y eso que Lemaître siempre haría uso de la famosa constante cosmológica inventada por el propio Einstein, de la que más tarde el alemán renegaría con mayor vehemencia incluso que la utilizada por Galileo para escapar de la pira purificadora. En 1931 su trabajo alcanza las páginas de Nature, y en él se detalla su teoría completa del ‘átomo primigenio’ o ‘huevo cósmico’, derivándose de entre sus líneas lo que luego daría en llamarse exclusivamente Ley de… Hubble.
Einstein y Lemaître coincidirían en varias ocasiones. Einstein, agnóstico, recelaba del curita belga, puesto que su modelo cosmológico lógicamente arrastraba a un origen ¿divino? en el espacio-tiempo, y eso no le gustaba ni a él ni a muchos astrofísicos. Pero lo admiraba. En una ocasión, durante una estancia en Bruselas y disertando ante un erudito auditorio, Einstein espetó: «Supongo que no habrán entendido nada, a excepción claro está del abate Lemaître.» En territorio comanche, juntos en Princeton, Einstein también dejaría caer al oír predicar al belga que: «Ésta (por Lemaître) es la más hermosa explicación de la Creación que nunca haya escuchado.» Otra cosa es que hablara realmente en serio.
Einstein y Lemaître, juntos en California en 1933
Como es natural, la fama de Lemaître no tardó en llegar al Vaticano. A pesar de los despectivos intentos del tan brillante como lenguaraz Fred Hoyle y los seguidores de la teoría del universo estacionario –el mismo Hoyle, durante un programa de radio de la BBC, bautizaría con bastante mala intención la teoría de Lemaître como Big Bang en 1949–, el modelo de universo en permanente expansión era imparable. Georges Lemaître ocuparía durante su vida distintos cargos en la Academia Pontificia de las Ciencias, siendo asesor personal del papa Pío XII. Y éste no quería dejar pasar semejante oportunidad. Si el universo tiene 13.700 millones de años, ¿importaría mucho que se creara en los 7 días bíblicos o en poco más de 10-35 segundos? Con gran pesar de Pío XII –que, curiosamente, fue elogiado por Einstein en su defensa de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial–, Lemaître huyó de explotar la ciencia en beneficio de la religión. Suyas son las palabras:
— «El científico cristiano tiene los mismos medios que su colega no creyente. También tiene la misma libertad de espíritu, al menos si la idea que se hace de las verdades religiosas está a la altura de su formación científica. Sabe que todo ha sido hecho por Dios, pero sabe también que Dios no sustituye a sus criaturas. Nunca se podrá reducir el Ser Supremo a una hipótesis científica. Por tanto, el científico cristiano va hacia adelante libremente, con la seguridad de que su investigación no puede entrar en conflicto con su fe». Tras escuchar a Lemaître, el prudente Pío XII abandonó la idea de hacer del Big Bang un dogma de fe.
Georges Lemaître falleció en 1966, sólo dos años después del hallazgo irrefutable de la radiación del fondo de microondas, el eco proveniente del origen del universo, de su Big Bang. Quizá su nombre pintado en la chapa de un carguero espacial no haga justicia suficiente a una mente —creyente o no— divina.
El verano es época propicia para mirar al cielo. Más allá de las sucesivas capas de insectos, pájaros, drones, aviones y satélites, nos topamos con el firmamento: la bóveda que soporta a los astros. Desde muy antiguo, algunos sabios, como el mismo Aristóteles, postularon que el cielo era inmutable... salvo por algunas pequeñas cosas. Como ejemplos de esas anomalías celestes se encontraban los planetas –que «erraban» entre las estrellas fijas– o los cometas. Si los dioses permitían tales caprichos sin romper la perfección de su modelo –se planteaban nuestros ancestros–, era que algo importante estaban tratando de decirnos. Y este razonamiento tan simple dio lugar a un nuevo oficio: el intérprete o traductor divino, vulgo astrólogo.
La profesión de astrólogo ha sobrevivido hasta hoy y no tiene visos de desaparecer, lo que no deja de sorprender, indignar y deprimir, todo al mismo tiempo. Hasta la Agencia Tributaria le asigna un epígrafe propio en el programa PADRE: el 881, para ser exactos Sin embargo, no podemos ser demasiado ingratos con los astrólogos. La Historia nos demuestra que, de no haber sido por ellos, tal vez no habríamos llegado hasta aquí: «Si he logrado ver más lejos que nadie, ha sido porque he subido a hombros de gigantes», dicen que dijo Newton refiriéndose a Copérnico, Tycho Brahe, Kepler y Galileo. El cuarteto de formidables astrónomos del Renacimiento que sentó las bases de la Astronomía moderna. Y ninguno de ellos está libre del pecado astrológico aunque, para ser justos, tenían sus buenas razones. “Poderoso caballero es don Dinero”, tanto ayer como hoy.
La más extraña pareja de estos genios la formaron, sin duda, Tycho Brahe y Johannes Kepler, que coincidirían allá por el año 1600 en la corte del emperador Rodolfo II en Praga. Hipocondríaco y arruinado, el crédulo de Rodolfo pagaba sus buenos cuartos a todo aquel que le diera esperanzas de curarse o enriquecerse, bien fuera por la correcta interpretación de los astros o por el hallazgo de la esquiva piedra filosofal. Tycho Brahe sabía, y mucho, de ambas cosas. Y de casi todo. Este danés fue un personaje excesivo que a los dieciséis años –tras pasar por las mejores universidades europeas– decidió cartografiar toda la bóveda celeste desde cero porque no le salían los números. Y no pocas veces también se emborrachó de cerveza junto a su mascota en esta tarea, un descomunal alce. Astronomía y astrología eran casi la misma cosa por aquellos años, así que la una llevaba a la otra. En cierta ocasión, Tycho, interpelado por un noble acerca de la diferente interpretación astral ofrecida por distintos profesionales del gremio, replicó con astucia que las posiciones de los cuerpos celestes estaban tan mal calculadas que era imposible predecir el futuro con precisión, así que no sólo no le devolvió el dinero sino que recibió otro montante aún mayor para continuar con su ingente trabajo de medir los cielos.
Además de astrólogo, Tycho Brahe cotizó como ingeniero, diplomático, botánico, alquimista, médico, matemático y notable poeta, entre otras actividades. En lo único que debió de ser un desastre fue en el manejo de la espada, torpeza que le llevaría a perder la nariz en su juventud, al parecer, en un lance amoroso.
Pero Tycho Brahe no fue un astrólogo al uso. Su infancia estuvo marcada por una terrible paradoja. Perteneciente a la realeza danesa, su madre estaba embarazada de gemelos. Su tío, más próximo al rey, no tenía descendencia, por lo que ambas familias acordaron repartirse los niños. Pero su hermano nació muerto. Tras arduas discusiones, Tycho finalmente se educaría con sus tíos, lo que fue una bendición para la humanidad puesto que creció en el ambiente cultivado de la corte, muy lejos del ardor militar de su padre. Y, como es natural, Tycho razonó sobre este suceso: «Si mi hermano y yo nacimos bajo el mismo cielo y en el mismo momento, ¿cómo corrimos tan distinta suerte?»
Al igual que Tycho, su ayudante durante los últimos años en la corte de Praga, Johannes Kepler, también pensaba que había débiles relaciones entre las estrellas y los hombres. De origen muy humilde y fuertes convicciones religiosas luteranas, Kepler tenía un carácter obsesivo fuera cual fuera su actividad. Como su maestro Tycho, tocaba muchos palos, tanto daba que fueran de ciencias como de letras (a él muchos le atribuyen el primer relato de ciencia ficción de la literatura, Somnium, en el que incluye un viaje a la Luna). En cuanto a sus predicciones astrológicas, Kepler no hacía distingos. Él mismo estudió sesudamente la posición de los astros en el momento de su nacimiento, aunque no acertara nada de nada (de sus predicciones, porque las ubicaciones de los planetas y estrellas las clavó con una precisión digna del siglo XX). Durante sus interminables años de modesto profesor de matemáticas en Graz, confeccionaba un calendario —en el que podemos ver un precursor del famoso Calendario Zaragozano— para sumar algo a sus magros ingresos. En 1595 aventuró un invierno muy frío, una sublevación campesina y un ataque de los turcos por el Sur. Aquí sí acertó en todo y eso le hizo muy popular. No eran predicciones muy arriesgadas, ya que Kepler —y más aún su mentor Tycho— anotaba todos los cambios meteorológicos. Y tanto campesinos como turcos estaban amostazados y se lo pusieron fácil. Pero también Kepler escribiría al respecto que: «Si en ocasiones los astrólogos aciertan, eso se debe sólo a la suerte».
¿Y por qué seguimos hablando hoy en día con términos de astrología? Tal vez sea por una tradición atávica inexplicable. Nos hemos empeñado en etiquetarnos según doce bellos asterismos, conjuntos de estrellas que no parecen tener interés alguno en nuestras prosaicas venturas y desventuras. Y en salud, trabajo, dinero y amor, los astrólogos de hoy aciertan casi lo mismo que el FMI y el gobierno juntos.
'Si estás viendo esto, es porque estoy muerto', dice a la cámara el periodista Javier Gondar pocas horas antes de que le peguen un balazo en la cabeza. En el video, Gondar señala como culpable de su asesinato al Cacique de San Julián, uno de los brujos más famosos de la Patagonia. Tras una experiencia difícil, Ricardo Varela se inicia en un extraño hobby: filmar con cámara oculta a chamanes y curanderos de Comodoro Rivadavia y exponer sus trucos en Internet. No sabe si existen brujos que verdaderamente tienen poderes, ni le interesa demasiado. De lo que sí está seguro es que su ciudad está llena de farsantes sin escrúpulos dispuestos a prometer salud, dinero y amor a cualquiera que quiera creer. Y pagar. Para Ricardo, enfrentarse al Cacique es la única forma de cerrar una herida que lleva dos años abierta. Sabe que tendrá que poner en riesgo su vida, y no le importa. Lo que no se imagina es que ese brujo no es más que el primer eslabón de una macabra trama que lleva años cobrándose vidas en nombre de la fe.
Unas líneas acerca de esta novela del argentino Cristian Perfumo que, por esas cosas de internet, tuvo a bien conocerme y hacerme llegar amablemente la misma con el legítimo propósito de que le dedicara unas líneas. Algo que me dispongo a hacer a continuación.
Comenzaré diciendo que no conozco de nada a Cristian, así que mi opinión no estará sesgada en absoluto. Tampoco he pisado ni Argentina ni Australia -¡qué más quisiera yo algún día!- lugares donde ha nacido y vive el autor. Sin embargo, supongo que por una especie de simpatía o empatía, me localizó y escribió. La novela en cuestión supone una crítica (o, al menos, lo pretende) al peligroso mundo de los chamanes y charlatanes. Engañababos, timadores, videntes, astrólogos, farsantes, pastores, curanderos y todo tipo de fauna. En este caso, Cristian crea una trama policíaca en torno a un caso ficticio allá por su Comodoro Rivadavia natal, y construye con bastante acierto una novela. Como suele decirse en muchas reseñas, recomendable.
La novela es muy amena, y lo suficientemente breve como para no cansar -ni liar en exceso- al lector. Yo no soy muy amigo del género thriller, que me parece se repite y aburre bastante, amén de colapsar interminables series de televisión. Pero tiene legión de seguidores y para ellos este título, Cazador de farsantes puede ser un buen entretenimiento.
No he buceado mucho en la biografía del autor. Tiene un par de novelas más, también creo que del mismo género (más información en su blog, aquí) y parece que ya un aceptable número de seguidores. Para los que escribimos de forma ocasional no es mala cosa, ni mucho menos. No me queda muy claro si podrá vivir de está pasión y afición, ni tan siquiera si tiene el apoyo de una editorial detrás para esta novela (creo que es autopublicada, pero tal vez me equivoque). Sea así o no, se echa de menos. Tal vez sea lo malo -o menos bueno- de la novela: las inconsistencias en algunos puntos de la narración, claras faltas de estilo (lo que aquí llamamos 'topicazos'), o flecos sueltos que se corrigen normalmente con esta figura últimamente denostada o tenida por innecesaria. La autoedición conlleva irremisiblemente -salvo milagros- a muchos chirridos literarios que hacen que el lector abandone el Kindle y pase a la novela siguiente, que candidatos a Borges -gratis- no faltan (digo Borges como podría decir Cervantes, por cortesía con Cristian)
Sin embargo, la novela se salva y se lleva bien. El autor, repito, no me conoce de nada y a pesar de ello me ha hecho llegar su novela porque sí, y de la misma forma le puedo decir que no es el primero, pero sí de los pocos a los que hago mención incluso de forma pública. Que entienda que el resto de aspirantes a escritores han quedado en mi personalísimo olvido, principalmente por ser infumables. No es su caso, repito. En cuanto a la trama echo de menos algo más de realidad, de reflejo social, de compromiso, y algo menos de heroicidades y batallas de buenos y malos. Pero me ha llenado unas horas de asueto veraniego -aquí en el hermisferio Norte- de forma agradable y creo que poco más se le puede pedir.
Si Cristian Perfumo quería un apoyo de un modesto escéptico científico ocasionalmente metido a novelista, ya lo tiene.
A mediados de febrero de 1930, el astrónomo estadounidense Clyde William Tombaugh examinaba de forma minuciosa decenas de placas fotográficas en el Observatorio Lowell, en Arizona. Percival Lowell, un excéntrico millonario apasionado por la astronomía, había financiado años atrás su construcción con la esperanza de encontrar respuesta a sus dos mayores obsesiones: hallar vida en Marte –con vana fortuna, puesto que confundió los supuestos canales marcianos con capilares sanguíneos de su propio globo ocular al haber convertido, de forma inadvertida, su telescopio en un instrumento oftalmológico– y, por otro lado, localizar el llamado planeta “X”. Un lejano planeta que, a juzgar por las variaciones que parecía inducir en la órbita de Neptuno, tenía que ser muy, muy grande.
Tombaugh se dedicó en cuerpo y alma al segundo objetivo. Y lo consiguió. Al menos eso creyeron tanto él como la comunidad internacional, aunque el hallazgo conllevó una cierta decepción. El planeta era muy, muy pequeño, con una órbita tan excéntrica que llegaba a cruzarse con la del gigante helado Neptuno. Y una inclinación inusual de 16˚ con respecto al plano de la eclíptica. Pero al neonato había que ponerle un nombre, y a una niñita de Oxford –Venetia Burney– se le ocurrió que Pluto le cuadraba bien. Un dios del inframundo de tres al cuarto pero que podía hacerse invisible y, además, las iniciales PL rendían homenaje al soñador Lowell. Y también lo catalogaban como Planeta.
Tombaugh siguió escudriñando el cielo de forma incansable hasta su muerte –ya con 90 años–, y no sólo descubrió Plutón, sino que también le echó el lazo a 15 nuevos asteroides mayores. Y a un buen número de ovnis, inclasificables en categoría alguna pero que le dieron una confusa fama entre propios y extraños. En 1992, y aún en vida, la NASA comenzaba a proyectar la visita a Plutón, el planeta americano. Y los agentes de la NASA, siempre correctos, le pidieron el pertinente permiso a Tombaugh, a lo que este accedió no sin antes advertir –y no se equivocaría en esto ni un ápice–, del frío y largo viaje que significaría tal aventura. Lo que Tombaugh no sabía es que él iba a figurar en la lista de pasajeros.
Izquierda: el astrónomo Clyde Tombaugh, descubridor de Plutón. Derecha: recipiente con las cenizas del astrónomo, a bordo de la sonda New Horizons (NASA)
El 19 de enero de 2006 la sonda New Horizons partió desde Florida rumbo al planeta Plutón y al más lejano aún cinturón de Kuiper. En la parte inferior del ingenio va sujeto un pequeño relicario espacial que contiene una onza de sus cenizas –donado por su esposa Patricia, que le sobreviviría hasta los cien años–, y otros objetos imprescindibles para la colonización tales como un par de dólares, unos sellos y una bandera americana con los que, si el bueno de Tombaugh resucita cual ave fénix, tendrá con qué empezar allá.
Bromas aparte, el paseo no ha sido fácil ni agradable para él. Y no sólo por los casi diez años de viaje a velocidad de vértigo (la New Horizons navega cerca de los cincuenta mil kilómetros por hora, sólo superados por su antecesora Voyager I). Unos pocos meses después de la partida –en agosto de ese mismo año 2006, y apenas atravesada la órbita de Marte–, en una histórica votación digna del más encarnizado debate de Naciones Unidas, la Unión Astronómica Internacional (UAI) –con la enérgica oposición de muchos científicos, y no sólo estadounidenses– degradaba en Praga a Plutón a la categoría de los planetas enanos. Junto con Plutón aparecen ahora los casi desconocidos Ceres, Haumea, Makemake y Eris. Otros como Orcus, Quaoar o Sedna, por ejemplo, esperan sitio. La New Horizons había partido al encuentro de un planeta jugando en primera pero se iba a encontrar con un segunda división.
Sin embargo, la misión no ha perdido en absoluto ni su interés ni su atractivo iniciales. Todo lo contrario. La New Horizons lleva meses manteniendo en vilo a todos los científicos y aficionados a la astronomía que son legión. El formidable esfuerzo llevado a cabo en su diseño, construcción y lanzamiento habrá merecido la pena, y los resultados enviados por la sonda son ya todo un éxito celebrado internacionalmente.
Y así Clyde Tombaugh, ochenta y cinco años después de verlo por primera vez, volverá a contemplar desde su pequeño nicho dentro de la New Horizons a su querido planeta Plutón. Y como aquella vez, pero ahora a tan solo diez mil kilómetros de distancia, volverá a enseñarnos las extraordinarias imágenes del pequeño planeta invisible que comparte nombre con el famoso can de Mickey Mouse. Curiosamente, la controversia sobre qué se bautizó primero, si al planeta o al perro animado, todavía perdura. Tal vez la UAI debería pronunciarse al respecto, y desagraviar parcialmente la afrenta que recibió Tombaugh durante el largo viaje a Plutón. Aunque sólo sea por premiar el impagable espectáculo estelar que nos ofrece la New Horizons.