Así se trata a la investigación científica en España. Como a la falsa moneda, que por todas manos pasa y ninguno se la queda. En el nuevo gobierno ZP –sin muchas sorpresas, con el trípode formado por de la Vega, Solbes y Rubalcaba controlando todo y el resto sin más porvenir que el de dar cuenta del catering en los consejos de ministros (o de ministras, como insisten algunos en cambiar el nombre) –, el negociado que me (nos) interesa ha vuelto a cambiar de parcela. Una nueva reconversión, un nuevo collar para un mismo perro con tanto hambre como hace dos décadas. Recuerden, o recordemos, los vanos esfuerzos que ya el PP hizo por aquellos años mozos intentando adornar este santo que nadie quiere venerar, ni tan siquiera respetar. Llamole al invento
Ministerio de Ciencia y Tecnología, preocupado como estaba por meter el cazo en el entonces floreciente negocio de la telefonía móvil y la famosa concesión de licencias que acabaron costando entonces casi lo que hoy un pisito. Puso a una tal Ana Birulés, que pasó por allí mirando el paisaje, y eso que venía del gremio. Luego colocó al ahora defenestrado y maldito entre sus correligionarios Josep Piqué. Piqué era un tipo listo y así le fue. Amordazado en el fondo de la caverna. Luego, al final de sus días, Aznar –por poner a alguien– nombró a Joan Costa, cuya efímera gestión se centró en acompañar al Soberano a tierras polares a ver las focas y, de paso, a unos cuantos científicos españoles desperdigados pasando hambre, frío y toda suerte de calamidades. Y es que la Antártida no es Marbella. La expedición y el propio ministerio terminaron mirando a otro lado, a las auroras australes, por ejemplo, que tienen su punto.
Desde ayer tenemos nueva chica en la oficina, se llama Cristina y es divina. Cristina Garmendia, por más señas. Forma parte –para su desgracia– de ese elenco de féminas florero que Zapatero se empeña en colocar en cada gobierno que preside. Como alguien ha sugerido con acierto por estos lares digitales, no se comprende la política igualitaria de sexos de nuestro electo presidente, porque pone su dedo –que no su mano, no me malinterpreten– sobre un ramillete de jóvenas menores de los cuarenta (Defensa, Igualdad, Vivienda, Ciencia…), mientras que el género masculino amén de estar en minoría también es asaz puretilla. Tal vez la igualdad venga de sumar los años, vaya usted a saber. Pero volvamos a la política científica y a su maltrato: ¿Para cuándo la formación de un observatorio de violencia sobre la ciencia? Día tras día nuestra comunidad de investigadores languidece, las vocaciones disminuyen, los que están pero no son emigran a latitudes más favorables donde puedan solicitar un préstamo hipotecario a los treinta y cinco sin enrojecer al presentar sus credenciales de becario. Bien es cierto –que lo es–, que los presupuestos destinados a las famosas letras
I+D+i (ahora la “i”
chiqui-chiqui ya es parte del título del ministerio: innovación, que es lo único propiamente nuevo que se les ha ocurrido) han aumentado. Pero, ¿en qué dirección? Los grandes proyectos parecen estar sufragados, pertenecemos a los más punteros y prestigiosos organismos internacionales científicos europeos, como ESA –agencia espacial europea–, ESO –observatorio europeo austral–, CERN, etcétera. Pagamos una pasta por ello. ¿Y nuestros investigadores? ¿Y nuestros tecnólogos? Paradójicamente, emigran hacia estos centros a los que ya pertenecemos. Con la única y sutil diferencia de conseguir puestos de trabajo estables cuyo sueldo duplica o triplica lo que aquí se recibe por trabajos de similares características. En otras palabras y simplificando, se pone dinero para que se vayan. Difícil lo va a tener Cristina Garmendia –que, a mi juicio, parece la menos floreada del nuevo florero y que, a diferencia de sus compañeras de jarrón, ha sido cocinera antes que monja– para conseguir volver a ilusionar a la comunidad científica española. Para lograr una comunidad sólida y estable, con contratos indefinidos seriamente pagados y perspectivas fiables de una carrera laboral, que puedan llevar a buen puerto y, sobre todo, en fecha, los numerosos proyectos tanto propios como en colaboración en los que nos hayamos inmersos. Si la comunidad educativa, sanitaria, judicial o incluso militar tienen estos derechos –y la sociedad se beneficia de ello, por cuanto de bueno esto representa–, ¿por qué no también con los científicos? Siempre lo mismo: cambiamos de nombre y sanseacabó.
Suerte, ministra. La va a necesitar.