Comentario semanal para el periódico El Día de Tenerife (ZonaWeb)
Había una vez una fábrica de velas. Con maestros, artesanos, aprendices e incluso con sus montadores de cirios y su comité de empresa, si me permiten la gracia. Un día aciago recibieron la noticia de que un iluminado –y nunca mejor dicho– había tenido una idea en forma de bombilla. Igual que en los tebeos. Como no hay más cera que la que arde y el resto se acumulaba sin ser vendida, decidieron dedicarse a otra cosa. Unos cuantos montaron un bar. El resto, tras comprobar que nadie quería pagarles un impuesto por apoyarse en las nuevas farolas que habían sido su ruina, se aventuró en una empresa diferente. Una fábrica de hielo. Con repartidores a domicilio y todo. Telecubito. Un próspero negocio hasta que algún otro iluminado en algún caluroso lugar inventó la nevera. Maldita sea. El negocio quebró y a sus propietarios sólo les quedó, nuevamente, la opción de montar un bar con el local o cambiar de actividad. Pongamos que la mitad eligió el primer camino y sigamos la pista de los otros. Como no recibían ningún porcentaje por el número de yogures conservados –todavía ningún fulano había inventado el concepto de canon–, desistieron y decidieron intentar el negocio de las palomas mensajeras. Eran baratas de mantener y, aunque un poco sucias, los principios fueron prometedores. Entonces el mismo iluminado anterior –o quizá otro diferente, vaya usted a saber– inventó el teléfono. Únicamente por fastidiar. Los colombófilos intentaron trincar algo de Telefónica, sólo fuera para sufragar los gastos del alpiste, pero no sabían con quién se la estaban teniendo y acabaron peor que antes. La mitad decidió entonces echar las palomas de comer al gato y montar un bar con el local, y la otra emprendedora mitad probó suerte de nuevo. Montaron una tienda de música y ganaron mucho dinero durante un tiempo vendiendo plástico al precio de gambas. Así hasta que la mala fortuna volvió a golpearlos porque nuevos iluminados –
¿illuminati?– insistían en su empeño de acabar con las personas honradas, e inventaron de un golpe el ordenador, la música digital, internet, el formato mp3 y los reproductores portátiles. A propósito y con premeditación. Los pocos que resistían volvieron a dividirse, y los unos lógicamente montaron un bar. Pero los otros se cansaron de trabajar, decidieron entrar en política e inventaron las sociedades de gestión de derechos. Así hemos llegado hasta el siglo XXI. Las últimas noticias son que los dinosaurios se extinguieron hace 75 millones de años, que
Apple lanza el nuevo reproductor iPod Nano con el tamaño de una tarjeta de crédito, y que diez millones de personas en el mundo compran música con
iTunes sin moverse de su casa. También que en
España ya hay un bar por cada 135 habitantes, por si queremos salir un rato de casa sin caminar mucho. Y que ambos números siguen subiendo. ¿Hay algo de malo en todo ello? Sí, que las sociedades de gestión de derechos quieren acabar con la música en internet y con los bares. Todo a la vez. Con nuestro modo de vida. El fin de la civilización tal y como la conocemos.